Las reformas pendientes

Como se puede advertir en esta reseña del cambio democrático nacional, y su última etapa, los consensos amplios que hicieron posible el Pacto por México, los avances en el proceso de modernización de las instituciones nacionales no son menores, son significativos y en algunos casos de alto impacto.

El país cuenta ya con un sistema político plural, competitivo y abierto, que permite la rotación y alternancia de partidos en el poder por la vía pacífica, puntual y urbana, el principal signo distintivo de la democracia liberal y la expresión concreta del sufragio efectivo, un proceso de democratización iniciado con la reforma política de 1977.

El país cuenta con instituciones autónomas en materia financiera, un Banco de México a salvo de los rejuegos políticos y los imperativos de contingencia del poder presidencial que se practicaban en los tiempos en que “la economía se manejaba desde Los Pinos”.

El país tiene ya como activos invaluables, sobre todo, una profunda y extensa generación de reformas al amparo del Pacto por México, reformas que han actualizado el andamiaje institucional y lo han armonizado con los criterios y parámetros de las democracias más avanzadas del mundo, en competitividad, transparencia, certeza y equidad.

En efecto, sin negar el legítimo clamor de hoy por medidas para fortalecer el estado de derecho, es preciso decir que después de un prolongado periodo de parálisis legislativa y de gobiernos maniatados, un periodo iniciado en 1997 cuando el PRI perdió por primera vez y ya no recuperó la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, el país vivió una fecunda etapa de reformas estructurales y cambios refundacionales los primeros dos años de esta administración federal, avances que aún los críticos del gobierno han reconocido.

Como revela este recuento de acciones legislativas y actos administrativos descritos en el último capítulo de la investigación, el regreso del PRI a la presidencia de la República en el 2012, con el presidente Enrique Peña Nieto y su proyecto de modernización institucional, fue también el momento de la construcción de consensos para impulsar, con el voto de las tres principales fuerzas políticas, el partido propio gobernante, el PAN y el PRD, los cambios largamente postergados por el cortoplacismo electoral, la contención de unos partidos por otros, sin importar el gobierno en turno.

De esta manera se aprobaron, entre otras, la reforma educativa, la reforma de telecomunicaciones y competencia económica, la reforma hacendaria, la reforma financiera, la reforma para acotar el fuero constitucional, la reforma para un código procesal penal único, la reforma del juicio de amparo, la reforma político-electoral y la controvertida reforma energética.

Además de estas reformas, el presidente Enrique Peña Nieto en la esfera de sus atribuciones dictó decenas de medidas administrativas, convenidas también con las principales fuerzas políticas, para atender múltiples rezagos y demandas sentidas de la sociedad, en materia de infraestructura económica, política social, política cultural y en otros ámbitos.

Sin embargo, faltan aún importantes reformas para dar respuesta a los rezagos sociales y a las omisiones y vacíos de autoridad legados por las administraciones precedentes y en particular la última. Además de la reforma de justicia y seguridad pública, sin duda la más urgente y la más formidable, hacen falta otras más para concluir el necesario proceso de modernización de las instituciones nacionales.

Me refiero a la reforma del Estado, a la reforma política del Distrito Federal, la reforma del campo, la reforma del salario mínimo, la reforma de desarrollo regional, la reforma minera, la reforma del cambio climático y el desarrollo sustentable. Son reformas que deben aprobarse, como las anteriores, con el mayor consenso posible para su mayor legitimidad y operatividad.

La reforma del Estado mexicano se inició desde que comenzó el tránsito de un sistema de partido prácticamente único a un sistema plural de partidos políticos y con la creación de una autoridad electoral autónoma, en las esferas ejecutiva y jurisdiccional. Sin embargo ese proceso está inconcluso, pues no tenemos aún una ingeniería constitucional que haga funcional el sistema de división de poderes y el procesamiento de las respuestas institucionales a las crecientes demandas ciudadanas.

Sólo los consensos pudieron, en este primer tercio del sexenio, hacer prosperar las reformas que el país demandaba. Fue un ejercicio de política constructiva, no propiciado sino conseguido a pesar de nuestro diseño constitucional.

La reforma política del Distrito Federal también es demandada, máxime que se trata del corazón político del país, por ciudadanos que todavía no tienen derechos políticos plenos, pues entre otros pasivos carecen de una constitución política propia, un órgano legislativo para definir total y soberanamente sus políticas presupuestales y techos de deuda, y el mando sobre sus cuerpos de seguridad pública.

La reforma para dar funcionalidad y dignidad al salario mínimo, hoy una referencia lastimosa del ingreso de los trabajadores, muy rebasada por la escalada acumulada de precios durante años, es un imperativo para incentivar la propia productividad de las empresas mexicanas.

La reforma del campo fue anunciada ya por el presidente de la República, pero falta su aprobación en las cámaras legislativas, para dar competitividad a un agro desfallecido y en ostensible desventaja frente a la competencia del exterior, incluidos nuestros socios comerciales en el TLC, Estados Unidos y Canadá, en donde persisten subsidios disfrazados a sus productores locales, prácticas que hacen del libre mercado una ficción, y en los hechos una competencia desleal ante nuestros agricultores.

La reforma indígena debe culminar el proceso de reconocimiento de derechos y ciudadanía plenos para los dueños originales del continente, y también debe establecer programas específicos de desarrollo para que los pueblos indígenas dejen de ser los más pobres entre los pobres, pues es ahí, en sus comunidades, en donde se siguen concentrando los indicadores más bajos de calidad de vida.

La reforma de desarrollo regional, para atenuar los desequilibrios y las asimetrías entre el norte y el centro por un lado, y el sur-sureste por el otro. México no puede seguir siendo un país bicéfalo, con una cara mirando hacia un futuro de modernidad y desarrollo y la otra mirando hacia un pasado de rezago y pobreza extrema.

La reforma minera debe dar los instrumentos para racionalizar y explotar el enorme potencial de yacimientos mineros en el país, y adecuar el régimen fiscal para que los derechos se cubran íntegramente en México y no en otros países con subterfugios legales; además esa explotación debe hacerse en armonía con los equilibrios de la naturaleza.

La reforma del cambio climático y desarrollo sustentable debe poner a tono la legislación nacional con los criterios, protocolos y mandatos internacionales en materia de protección compartida de la casa común de todos los seres humanos, el planeta tierra.

Hay pues un gran trecho andado en el proceso de modernización institucional, la edificación de una nueva ingeniería constitucional y legal, cuya validez y acierto no han sido negados, pero quedan varias y muy importantes asignaturas pendientes, a cubrirse por el gobierno y las fuerzas políticas con presencia legislativa.

Hoy más que nunca se precisa de un diagnóstico crudo de los activos y los pasivos; también de un tratamiento equivalente, sin reservas ni tibiezas, para procesar las reformas que faltan, privilegiando el interés general y bajo la premisa unidad en lo fundamental.

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