Alternancia sin transición

Con independencia de quiénes con su biografía han contribuido a abrir los canales para la participación institucional de los mexicanos en la vida pública, desde todos los flancos ideológicos, lo cierto es que al amparo de las reformas políticas y electorales impulsadas por el PRI y por una oposición cada vez más posicionada, el país vivió en 1997 su primera alternancia en el poder Legislativo y, tres años más tarde, en el 2000, la primera alternancia en el poder Ejecutivo, cuando el PAN accedió a la presidencia de la República con Vicente Fox, una alternancia finalmente sin mayor contenido, una alternancia sin transición, a juicio de muchos críticos.

En efecto, el candidato Fox, sin un programa articulado de gobierno, pero con una campaña publicitaria penetrante por el desgaste paulatino de las administraciones priistas, logró posicionar la idea de “sacar al PRI de los Pinos”.

Sin embargo el gobernante, según los estudios de opinión del antes y el después, quedó lejos del candidato, pues por las razones que fueren no se registraron reformas estructurales en el andamiaje institucional, ni cambios sustantivos en la calidad de vida de los mexicanos, durante una administración que despertó muchas expectativas.

Por su parte el PRI, que perdió el gobierno después de 7 décadas ininterrumpidas en el poder, sólo vio consumarse lo que ya se venía configurando a partir de una pérdida paulatina de mística revolucionaria y capacidad para adaptarse al cambio. Como lo observamos en el “Desafío de la Transición”, libro que publiqué en diciembre del 2000:

“Perdieron aquellos que vieron en el PRI al depositario perpetuo de la confianza ciudadana y se negaron a escuchar la voz del cambio. Se dejaron de abanderar las causas populares y las propuestas de las clases medias y no se escuchó el reclamo de participación de mujeres y de jóvenes. Sin caer propiamente en la gerontocracia, el PRI no pudo ser el partido de la nueva sociedad mexicana, las generaciones del siglo XXI”.

El hecho es que el PRI perdió por primera vez la presidencia de México y cayó en un prolongado estado de letargo. Con semejante ánimo político, incapaz siquiera de mirarse a sí mismo, renovarse y retomar la rectoría nacional, el PRI no podía suscribir ningún pacto de largo aliento con otras fuerzas políticas, al igual que una izquierda que por tercera vez perdía las elecciones a pesar del liderazgo moral indiscutible de Cuauhtémoc Cárdenas. Por su propia biografía Cuauhtémoc era ya desde entonces un actor fundamental de una transición democrática incipiente en México, pero no estaba en condiciones de propiciar un acuerdo con la derecha recién llegada al poder y a quien no le concedía el menor mérito.

Sin margen político para reformas de fondo, lo más destacado de la administración foxista fue el esfuerzo del secretario de Gobernación, Santiago Creel, por tender puentes de comunicación con los actores políticos para traducir en reformas legales el espíritu de los Acuerdos del Seminario de Chapultepec, un compendio de propuestas democráticas y de avanzada del que fue firme promotor, esfuerzo loable que no encontró respuesta en una atmósfera de desencuentro y rispidez entre las principales fuerzas políticas nacionales.

Ni en el PRI surgido de la primera derrota electoral en una contienda presidencial, con su candidato Francisco Labastida, ni en el PRD y el bloque de izquierda, con Cuauhtémoc Cárdenas como su centro de gravitación, había un ánimo propicio para los acuerdos de fondo en favor de la nación.

Lo cierto es que no hubo liderazgo de Vicente Fox en la conducción del Estado mexicano ni disposición de las fuerzas políticas nacionales para privilegiar la visión de largo plazo, e impulsar reformas estructurales, cambios refundacionales. Es el balance que los críticos denominan una alternancia sin transición.

En el sexenio del presidente Felipe Calderón tampoco se dieron condiciones propicias para los acuerdos entre los partidos políticos ni capacidad de operación del gobierno para impulsar reformas significativas. En el PRI no había condiciones porque venía de perder nuevamente las elecciones federales, pero ahora de manera estrepitosa y humillante: su candidato presidencial Roberto Madrazo se fue a un lejano tercer lugar, con apenas 9.6 millones de votos, al perder en las 32 entidades de la República a pesar de ser postulado por un partido que encabezaba el gobierno en 17 estados y en la inmensa mayoría de municipios del país y contar, por tanto, con la mayor y más eficaz estructura electoral en la geografía nacional. En esa atmósfera de derrota física y moral no había estímulos para acordar acciones con el gobierno y con las demás fuerzas políticas.

Mientras que en el PRD y el bloque de izquierda los resquemores y recelos por el escaso porcentaje con que oficialmente perdió su candidato presidencial, Andrés Manuel López Obrador, menos del 0.5 por ciento de la votación total, tampoco había mucho margen de maniobra, en el congreso y fuera de él, para suscribir acuerdos e instrumentar reformas sustantivas en beneficio de la nación. La sombra de un fraude electoral cerró la puerta a cualquier acuerdo de la izquierda y su candidato con el gobierno. Para empezar, al igual que millones de sus correligionarios y muchos mexicanos más, el ex candidato presidencial jamás reconoció legalidad y legitimidad al gobierno del presidente Felipe Calderón.

López Obrador se erigió desde entonces en un referente indispensable de la lucha social y la defensa tenaz de la soberanía nacional, su concepto de la propiedad inalienable de la nación sobre los recursos naturales y su convicción profunda sobre un Estado rector, con participación directa y exclusiva en las áreas estratégicas de la economía.

La defensa férrea de sus convicciones impedía acuerdo alguno con el gobierno panista; con el PRI, más cercano ideológicamente a la izquierda, tampoco había muchos vasos comunicantes.

En esa atmósfera de confrontación, e incluso por momentos de encono, los cambios tampoco fueron sustantivos, y menos estructurales durante el gobierno del presidente Felipe Calderón, pues esa administración federal se consumió en una guerra estéril contra el crimen organizado, sin resultados visibles, fuera de los más de 60 mil muertos, la inmensa mayoría bajas colaterales como despectivamente decían algunos voceros del gobierno; en todo caso, víctimas inocentes.

Entre las pocas reformas que hubo, la limitada iniciativa para modernizar e incrementar la productividad de PEMEX se redujo a una simple reforma administrativa para rediseñar su consejo de administración y algunas adecuaciones a su operación gerencial, sin que se tocara su naturaleza jurídica y su régimen fiscal. La reducción sostenida de la producción y el descenso en la productividad de la paraestatal durante ese sexenio, sin recuperar jamás los niveles que todavía tenía el país hasta el 2004, hacían desde entonces, para algunos analistas, indispensable e impostergable la reforma energética, una reforma que no tuvo consenso en su redacción definitiva, como veremos más adelante.

La única reforma que vale la pena citar del sexenio encabezado por Felipe Calderón es la que modificó, en el 2007, aunque sin la profundidad y determinación requerida, el sistema de pensiones del ISSSTE, para evitar la quiebra técnica de este organismo que administra las pensiones y los servicios de seguridad social de los trabajadores al servicio del Estado.

Se trata de una reforma tímida y con resultados a muy largo plazo; como comenta el experto del ITAM, Tapen Sinha, los frutos de la reforma serán palpables dentro de dos o tres décadas, pues "la reforma al ISSSTE fue en una forma tan gradual que la solución no va a venir hasta 2040. Lo que hizo el Gobierno no ha solucionado nada para mañana o los siguientes 20 años, esa reforma va a dar fruto dentro de 25 o 30 años".

En materia política, en lugar de avanzar durante este sexenio, el segundo encabezado por el PAN, la democracia sufrió una regresión a juicio de la mayoría de especialistas en la materia, pues el mayor órgano electoral del país, el Instituto Federal Electoral, IFE, perdió autonomía al adelantarse el cambio de varios de sus consejeros y al haber subordinado a este organismo, antes plenamente ciudadanizado, a la presión de los partidos políticos.

Pero sobre todo, en materia económica continuó la parálisis y el estancamiento, pues el crecimiento del PIB fue de apenas el 1.9 por ciento, casi el mismo ritmo con que creció la población, 1.8 por ciento, ante la ausencia de reformas que dinamizaran a la economía. Monopolización de sectores estratégicos como las telecomunicaciones, privilegios fiscales a grandes corporativos, con fórmulas de elusión como la llamada consolidación fiscal, y pérdida paulatina de competitividad frente a otras economías, incluidas algunas latinoamericanas como Brasil y Chile, fueron la constante durante la administración de Felipe Calderón.

Fueron distorsiones estructurales de la economía que no pudieron ser removidas, por falta de acuerdos de fondo entre las fuerzas políticas nacionales, en las dos oportunidades de gobierno que tuvo el PAN. Los intereses creados y la ineficacia política para articular consensos fueron un freno insuperable a cualquier cambio sustancial.

Crecimiento real de la economía casi de cero y una exigua generación de empleos, menos de 400 mil por año cifra muy lejana del millón anuales prometido en campaña por Felipe Calderón, fueron las cuentas económicas resumidas de un gobierno anunciado como el que encabezaría el “presidente del empleo”, y que al final se quedó por debajo del 40 por ciento de su compromiso público, a pesar de que pudo haber impulsado el crecimiento económico con el apoyo otorgado a esa administración por los ingresos extraordinarios del petróleo, durante esos años con precios internacionales del barril por encima de los 100 dólares, ingresos superlativos que pudieron haberse capitalizado para acrecentar la infraestructura para el desarrollo.

A pesar también de la apertura económica legada desde 1994, con la puesta en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, un instrumento cuestionado por no haber contemplado suficientes mecanismos compensatorios para la economía más débil (cláusulas de asimetría), la economía de México, como sí lo hizo la Unión Europea con sus miembros más rezagados, España y Portugal, que sin embargo, en sus insuficiencias y defectos, es un acuerdo comercial que ha permitido un crecimiento notable de las exportaciones mexicanas.

En materia de crecimiento económico un sexenio perdido, pues, cuando las necesidades del país se incrementaban de manera sostenida, por lo que no pudo frenar la emigración masiva al extranjero, más de medio millón de personas por año, la inmensa mayoría jóvenes, ya no sólo de comunidades rurales, sino también de zonas urbanas, incluida la Ciudad de México; ya no sólo tampoco campesinos con escasa escolaridad, sino en muchos casos jóvenes con alguna licenciatura o una ingeniería, mano de obra calificada que no podía absorber un limitado y deficiente aparato productivo nacional.

La obsesión de Felipe Calderón y sus asesores económicos por mantener un déficit cero en las finanzas públicas, dogma elevado a artículo de fe hasta en momentos en que la recesión de la economía mundial llevó a países como Brasil y Chile, con disciplina financiera y con gobiernos no paternalistas, a admitir pequeños márgenes de maniobra en sus políticas de liberalismo económico, se tradujeron en parálisis económica y en pérdida de miles de empleos, todo ello mientras las reservas internacionales de divisas de México se acercaban a los 170 mil millones de dólares.

En septiembre del 2013 el ex presidente de México declaró que los responsables del fracaso fueron los partidos políticos opositores a su gobierno y al PAN, en ese entonces el PRI y el PRD, por no haberle permitido concretar en las cámaras legislativas las reformas que requería México, eximiendo a su gobierno, y sobre todo a él en lo personal, de toda responsabilidad política o administrativa por las exiguas cuentas entregadas.

Lo que no dijo es que la falta de interlocución política la tenía incluso al interior de su propio partido, el PAN, sobre todo en la segunda mitad de su administración, cuando ya no pudo convencer de su proyecto ni siquiera a sus correligionarios, además de los desencuentros con su antecesor, Vicente Fox, crítico contumaz de su desafortunada política de combate al narcotráfico, una guerra como la llamó su gobierno, que sólo sirvió para que el flagelo del crimen organizado hiciera metástasis e inundara áreas de la sociedad civil antes tranquilas y sanas, potenciando delitos como el secuestro y la “industria de la extorsión”, llamada eufemísticamente en México “venta de protección” o “venta de piso” a comerciantes, agricultores y pequeños empresarios.

Este fenómeno exacerbado de inseguridad pública en la vida de las personas y de incertidumbre jurídica en la inversión productiva, que inició en algunas ciudades de la frontera norte del país, después se extendió a prácticamente todo el territorio nacional. Al complicarse el mercado de las drogas, la delincuencia organizada simplemente abrió y explotó otros nichos de mercado, igualmente ilícitos pero de mayor y más directo agravio a los ciudadanos y sus familias.

En todo caso, concluyó un sexenio en que no se pudieron definir las prioridades nacionales ni tejer los consensos necesarios para impulsar y aprobar en el congreso las reformas estructurales que, en efecto y en eso tiene razón el expresidente Calderón, ya necesitaba urgentemente México. El diagnóstico en lo general era acertado. Pero como ocurrió con su antecesor, faltó liderazgo y operación política para concretar los acuerdos y, a partir de ellos, procesar las reformas requeridas.

Se trató en todo caso de dos periodos de gobierno emanados del PAN, además del último tramo de la administración priista que los antecedió, con cuentas limitadas por la falta de acuerdos en lo fundamental entre las fuerzas políticas principales y, en consecuencia, de mayorías sólidas en el congreso federal.

Es claro que de haberse acreditado capacidad de operación desde el gobierno federal, y más propiamente desde la institución presidencial, para convocar a un gran acuerdo nacional como sí pudo concretarse un sexenio después, en el 2012, cuando el PRI recuperó la presidencia de la República y las dirigencias de los principales partidos, incluidos los dos mayores de la oposición, decidieron privilegiar los intereses nacionales, el país no se hubiera estancado en aspectos vitales como crecimiento real, no hubiera descendido en índices de competitividad internacional , y no hubiera perdido el liderazgo moral y político que siempre tuvo en el subcontinente latinoamericano.

De cualquier modo, se fueron dos sexenios y medio desde que ningún partido político tiene la mayoría en las dos cámaras legislativas, Cámara de Diputados y Senado de la República, el año de 1997, y el saldo fue una democracia funcional para administrar y transmitir sin turbulencias el poder político federal, estatal y municipal, de un partido a otro incluso, pero no eficaz para dar respuestas a las demandas de los ciudadanos, por definición constitucional los depositarios originales de la soberanía.

Se desmontó el viejo sistema de partido hegemónico, para algunos críticos un virtual partido de Estado, se dio paso a la transición gubernamental de un partido a otro, pero no se construyó un sistema plural capaz de construir consensos para aprobar las reformas urgentes que demandaba un país en crecimiento demográfico constante, más de 112 millones al cierre del 2010 según el INEGI y de 118 millones en el 2013 según CONAPO, y con una esperanza de vida vertiginosamente al alza, que pasó de 61 años en 1970 a casi 75 en el 2012, según la misma fuente. Un sistema democrático plural que fuera capaz de dar respuestas a un México que llegó al 2010 todavía con 52 millones de pobres, pese a destinar cada vez mayores volúmenes de gasto público a programas sociales, en términos absolutos más personas que al inicio de ese sexenio.

Un sistema que afirmara la soberanía territorial del Estado mexicano sobre inmensas franjas del suelo nacional ahora disputadas con el crimen organizado, vastas áreas con vacíos de poder público, desprovistas de autoridad real y de estado de derecho.

Un sistema democrático plural que impulsara las reformas para dar certidumbre a la inversión productiva y capacidad competitiva al país en un mundo cada vez más abierto y globalizado, con bloques económicos y fronteras diluidas donde se exige cada vez más a las economías nacionales, a las empresas públicas y privadas y a los propios individuos.

Así llegamos a la segunda alternancia política en el poder Ejecutivo federal en el 2012, con sufragio efectivo y una elevada participación ciudadana, pero con un legado donde destacaba la falta de calidad en el gobierno, la inseguridad en las calles, el deterioro del estado de derecho, la falta de crecimiento económico, el declive de la competitividad, la ausencia de respuestas convincentes a las crecientes demandas de una sociedad mexicana que crecía en número, en escolaridad, en exigencia y en ciudadanía.

Una sociedad que reclamaba un Estado eficaz y una democracia de resultados, resultados en la macroeconomía nacional, los indicadores de crecimiento y desarrollo, y sobre todo en la microeconomía de las familias mexicanas, los estándares y las expresiones concretas de la calidad de vida.

La demanda mayor de las nuevas generaciones, en los núcleos urbanos y en las propias zonas rurales, ya no era una democracia sin adjetivos, un sistema político democrático que garantizara el respeto a la voluntad ciudadana y la transmisión pacífica del poder, una asignatura ya cubierta por los mexicanos en un proceso de apertura iniciado por la reforma política que generó la LOPPE, sino una democracia eficaz para dar solución a los problemas cotidianos. Una democracia capaz de generar las condiciones de seguridad personal, certeza en la inversión pública, social y privada, generación de empleos, prestación de derechos sociales básicos, calidad de vida.

Después de este recuento histórico de los avatares de la democracia mexicana para conquistar el sufragio efectivo veamos ahora cómo el gobierno y las principales fuerzas políticas nacionales se convencieron de la necesidad de un cambio en la concepción misma de la política para transitar a una democracia de resultados, impulsando y procesando reformas estructurales largamente postergadas.

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