Marco conceptual

La democracia representativa es la fórmula predominante de nuestro tiempo que permite a grandes conglomerados sociales, imposibles de reunir en una plaza pública, la transmisión legal, pacífica y periódica del poder público. También el mecanismo eficaz, a través de un andamiaje institucional en proceso constante de actualización, para resolver las diferencias, potenciar las coincidencias, y en la inevitable diversidad ideológica fundar, mantener y fortalecer la convivencia civilizada.

Una democracia representativa que desde finales del siglo XX y principios del XXI combina crecientemente sus procedimientos clásicos con las fórmulas reivindicadas de la democracia directa, como la consulta popular, el plebiscito, el referéndum y la iniciativa ciudadana, pero cuya esencia sigue siendo un entramado institucional que permite el procesamiento de la voluntad mayoritaria, de una sociedad plural y diversa, para definir y revisar periódicamente el destino colectivo.

México no ha sido la excepción en esta dinámica de introducción paulatina de las fórmulas ciudadanas, pero el núcleo de nuestra democracia, como el de sus contemporáneas, sigue siendo la delegación de la soberanía en gobernantes y en representantes populares, como establece la Constitución Política. Es decir, la delegación de la soberanía popular, la voluntad general.

Administrar la voluntad general, de la que nos hablaba en el Contrato Social Juan Jacobo Rousseau, precursor ideológico de la Revolución Francesa, no significa para los Estados modernos acatar el mandato de una mítica voluntad unívoca y estandarizada, sino tener capacidad para conjugar y sustanciar las divergencias. En efecto, esta voluntad colectiva expresada a través del sufragio popular no es, en ninguna sociedad de nuestro tiempo, uniforme ni homogénea.

De hecho, las decisiones colectivas tomadas por unanimidad, sin que antes partan del diálogo entre grupos de orientación cultural, ideológica o política diferente, sólo se dan en algunas comunidades de usos y costumbres, ajenas a las prácticas de la democracia occidental, y proclives a asumir una posición política hasta que se alcanzan los consensos absolutos de los ciudadanos que participan en el ejercicio político, votos contados uno a uno, prácticas de los pueblos originarios que merecen mi respeto absoluto.

Fuera de estos círculos de democracia consuetudinaria y de algunos reductos de autoritarismo estatal, lo que priva hoy en el mundo es la diversidad cultural y la pluralidad política. La necesaria coexistencia y conjugación de las diferencias. Hay que aceptar, en la mayoría de sociedades contemporáneas, al que piensa distinto y hay que sumar voluntades para hacer posible la convivencia civilizada y, además, hacerla productiva. Hablo de acuerdos para alcanzar mayorías sólidas y sólo en algunos casos, donde hay un gran esfuerzo de concertación, unanimidades absolutas.

Sin esta voluntad y esta capacidad política para procesar y trascender las diferencias ideológicas, culturales y políticas, y traducirlas en leyes, instituciones y acuerdos de gobernabilidad democrática, pierden las partes, los contendientes, los actores, los partidos políticos, y sobre todo pierde el interés colectivo, la ciudadanía, la sociedad, la nación, como lo constatamos y los padecimos los últimos años en México.

Por eso gobernar en la democracia representativa es, en lo esencial, voluntad y capacidad de pactar, de encontrar los puntos finos de equilibrio y trazar el horizonte común a dónde dirigirse, para hacer que prospere el interés general, no en el punto de concurrencia entre las distintas agendas y enfoques, sino más allá, en la multiplicación de esa energía diversa, con los recursos inmensos de la sinergia política.

Las sociedades que más se desarrollan, las que tienen los más altos indicadores económicos y sociales, y en consecuencia la mayor calidad de vida de sus habitantes, son aquellas que no niegan ni sofocan sus diferencias, sino aquellas que mejor ventilan, desahogan y procesan esas divergencias y las decantan en normas jurídicas, políticas públicas y códigos de convivencia de interés compartido.

Suiza, con cuatro idiomas oficiales, el alemán, el francés, el italiano y el romanche, sus múltiples culturas y cosmovisiones en sus 26 estados autónomos conocidos como cantones y una geografía que propicia no la unidad sino la dispersión demográfica, es el caso más emblemático. La identidad, el pegamento que une a las partes, no es su coincidencia ideológica ni su afinidad cultural, mucho menos su apego a la tierra, es la fortaleza de su pacto político y el respeto compartido e irrestricto de sus habitantes a la legalidad que ellos mismos se han dado con las propias reglas de la democracia. En esa diversidad multicultural, hoy Suiza, oficialmente Confederación Suiza, es el séptimo país del mundo en nivel de vida, si la medimos por el PIB per cápita.

Europa Occidental, algunos países de Europa del Este, Estados Unidos, Canadá y actualmente la mayoría de países latinoamericanos, así como varios asiáticos y africanos, han optado por la democracia plural, la que se construye a partir de las diferencias, y así han alcanzado o están en vías de alcanzar la estabilidad política, la paz pública y el estado de derecho.

En cambio, todos los intentos por imponer desde el poder central una ideología de Estado, una doctrina cerrada, una concepción unilateral del mundo, sea el eje de la identidad y la exclusión la nación, la clase, la raza o la ideología, han fracasado estrepitosamente, con un saldo muy negativo, un retroceso histórico en todos los casos, para esas naciones.

Los países del llamado socialismo real, con todo y sus innegables valores y aspiraciones de justicia social, las naciones que sucumbieron a la tentación del fascismo en Europa, y sus réplicas en América Latina con las dictaduras militares en el Cono Sur en la década de los sesenta a los ochenta, son ejemplos que hablan por sí mismos de la improcedencia histórica, desafortunadamente muy costosa socialmente, comenzando por el sacrificio de la libertad de pensamiento, de una política fincada en la unilateralidad y la uniformidad, criterios impuestos desde un centro de poder y una doctrina cerrada, milenaria y monolítica.

No es la homogeneidad, pues, lo que hace fuertes a los cuerpos sociales, a las sociedades políticas, sino la diversidad debidamente asumida y capitalizada, en su mejor connotación, por los sectores sociales y políticos.

A nadie debiera extrañar que actores políticos con ideologías diferentes, en algunos aspectos con visiones y concepciones diametralmente opuestas, suscriban de manera horizontal y en condiciones de igualdad, acuerdos transparentes como un camino, el más viable y el más fructífero, para que la democracia representativa además de permitir la coexistencia de las inexorables diferencias, produzca resultados concretos, para las sociedades, para las naciones y para cada uno de los titulares originales de la soberanía, los ciudadanos.

La razón de ser de un sistema democrático no es sólo auspiciar, de manera institucional, la alternancia civilizada de los partidos políticos en el ejercicio del poder, sino ser el espacio de libertad cívica, la plaza pública para que las mayorías políticas y legislativas alcanzadas en acuerdos transparentes, entre más amplias mejor, tracen y construyan el destino colectivo.

La democracia significa tolerancia política, estado de derecho y, desde hace algunas décadas, afortunadamente también respeto a los derechos humanos. El fruto es la paz pública, ciertamente no exenta de amenazas de grupos de facto. Pero para que sea una democracia eficaz y de resultados tiene que haber disposición y capacidad de la llamada clase política, en su heterogeneidad, para articular acuerdos.

Ese es justamente el espíritu del Pacto por México, la última etapa en el proceso de consolidación y ensanchamiento de la democracia mexicana, la etapa de los acuerdos amplios y de fondo, que analizaré en la segunda parte de este ensayo: hacer de las contribuciones de actores divergentes, en una sinergia de resultados mayores a la suma de las aportaciones de los partidos políticos, una fuente de reformas jurídicas y de políticas públicas de servicio al interés colectivo, para enfrentar los grandes desafíos de un mundo cada vez más abierto, demandante y competitivo.

Acuerdos que signifiquen, como objetivo a corto o mediano plazo, educación de calidad, salud integral, seguridad social, poder adquisitivo, vivienda accesible, competitividad laboral, mercados no cautivos, servicios públicos eficientes, estándares internacionales de calidad de vida, además de un gobierno transparente y de calidad, garante de seguridad y justicia, todos estos bienes públicos alcanzados a partir de políticas de Estado impulsadas con liderazgos visionarios, en la pluralidad política, con una disposición constructiva de actores con nombre y apellido, biografías a la luz pública, no efectos mecánicos, inevitables y fortuitos de las leyes del mercado y mucho menos frutos impersonales de las pretendidas leyes de la historia.

Acuerdos, igualmente, para promover el crecimiento económico y la generación de empleos, que rompan el punto muerto de una economía cosmética, de equilibrios ficticios y superficiales, con reservas de divisas récord y finanzas públicas relativamente sanas, pero economías reales anémicas, donde la tasa de crecimiento del Producto Interno Bruto por habitante, PIB per cápita, apenas empareja el ritmo de crecimiento de la población.

También acuerdos para redefinir las reglas de la convivencia política, buscando un sistema político y electoral que sume a los mejores instrumentos de la democracia representativa las herramientas modernas de la democracia directa, la democracia participativa y ciudadana, así como las políticas y prácticas de auténtica equidad de género.

Esos pueden y deben ser los frutos de los pactos con visión de largo plazo, desde las capacidades sumadas y multiplicadas de todos, o al menos de los principales agentes de la vida pública.

La parálisis legislativa, el estancamiento económico y el crecimiento de la pobreza, el declive de los indicadores de bienestar social, por el contrario, son el costo doloroso de la incapacidad de los actores con representación política o potestad legislativa para suscribir acuerdos, al anteponer intereses partidistas, gremiales y particulares a los intereses generales, sociales y nacionales. No es doctrina política sino realidad concreta: los mexicanos vivimos, y pagamos por muchos años, esta situación de atonía, improductividad e ineficacia de los órganos del poder público.

Ahora bien, también hay que decir que aquí y en cualquier punto de la geografía mundial la democracia no es la panacea de los grandes problemas de nuestro tiempo, sino el indispensable punto de arranque.

Como decía Octavio Paz en su ensayo “Hora Cumplida”: “por sí sola la democracia no puede resolver nuestros problemas. No es un remedio sino un método para plantearlos y entre todos discutirlos. Sólo la democracia liberará las energías de nuestro pueblo…las soluciones autoritarias gastan a la autoridad, exasperan a los pueblos y provocan estallidos”.

Coincido con él en que la democracia es el camino y no el puerto de arribo para construir soluciones para la siempre compleja problemática de una sociedad moderna, democracia que debe auspiciar la disposición de todas las fuerzas políticas, o por lo menos las de mayor peso específico, para discutir abiertamente las visiones y las posiciones particulares y de grupo, para encontrar las fórmulas que satisfagan a todos y abrir juntos las puertas del futuro.

Ni mayorías mecánicas ni minorías auto contenidas en una lógica de suma cero, donde todos pierden y con ellos pierde el país entero, sino una lógica de ganar-ganar, donde el principal beneficiario sea la sociedad mexicana.

Esta disposición de ánimo de los actores políticos, propositiva y con visión de futuro, una visión de estadista, no ha sido una constante en la historia de México. Más bien ha sido la excepción y no la regla. Una actitud republicana, cívica y responsable, que mira hacia el largo horizonte de las generaciones y no se queda estacionada en el corto plazo de las elecciones, se ha ido abriendo paso con gran dificultad entre nosotros, y nunca como ahora se había desplegado con esta intensidad y altura de miras, al amparo del Pacto por México.

Lo común en la historia nacional, con sus notables excepciones, ha sido como han observado desde sus propias perspectivas analistas connotados como Carlos Fuentes y Enrique Krauze, la dificultad para el diálogo y sobre todo para la conciliación entre las fuerzas dialécticas que han forjado la nación mexicana y las instituciones que hoy sostienen nuestra convivencia cotidiana: la raíz indígena con la influencia española; la fuerza telúrica de los insurgentes con los temores de los realistas; el centralismo con el federalismo; el proyecto liberal con la visión conservadora; el impulso revolucionario con la estabilidad porfiriana.

Ya bien entrado el siglo XX, las contradicciones insalvables entre el nacionalismo revolucionario enarbolado por el PRI, y la concepción conservadora y proclive al libre mercado del PAN y las múltiples visiones estatistas de la izquierda, primero clandestina, semiclandestina y contestataria, después institucional, abierta y democrática.

La propia historia de México, reproducida en las aulas y en la cultura popular, está montada sobre un formato binario de héroes y villanos, sin zonas grises ni terceras vías, donde el crédito absoluto es para unos actores y el descrédito total para otros, lo que no abona a una cultura democrática, de diálogo, conciliación y construcción de acuerdos.

En suma, la mexicana ha sido un alma dividida, una identidad difícil de forjar desde las corrientes divergentes y turbulentas de las que emergió la nación mexicana, corrientes impetuosas que, para ser sofocadas no para ser procesadas dialécticamente, dieron paso a un sistema político vertical y excluyente que apenas ahora, segunda década del siglo XXI, comienza a abrirse sin el temor de las partes a diluirse o a desdibujarse.

Todavía hasta antes de este gobierno, ya con una democracia plural, el pragmatismo de corto plazo en el ánimo de los principales actores políticos, concretamente el afán de obstruir al gobierno en turno en lugar de usar el capital político propio para impulsar una agenda común de servicio a las necesidades y reclamos de la nación y el ciudadano, había restado calidad y productividad a esa convivencia democrática.

Las sucesivas reformas electorales, comenzando por la reforma política de 1977 que analizaremos más adelante, fueron muy útiles para desmontar el viejo sistema de partido hegemónico y abrir la competencia política a cada vez más expresiones políticas, pero no fueron funcionales para facilitar los acuerdos que construyeran las soluciones a los grandes problemas nacionales, muchos de los cuales, como la desigualdad y la injusticia en el campo mexicano, son los mismos que veía Andrés Molina Enríquez en su obra emblemática, con ese mismo nombre, publicada a principios del siglo XX, en 1909, como retrato fiel de la sociedad porfirista.

Frente a esa historia de desencuentros y maniqueísmos, más que de convergencias y acuerdos, adquiere más relieve, impacto y mérito el esfuerzo de concertación desplegado por las principales fuerzas políticas nacionales, un esfuerzo gestado poco antes del inicio formal del gobierno del presidente Enrique Peña Nieto, y concretado por su liderazgo ya en su administración, la segunda alternancia que vive el país, como veremos más adelante.

Más allá de la satisfacción y aprobación de su ambiciosa agenda, importantes reformas estructurales ya aprobadas, el ánimo de mirar y trabajar por el interés colectivo, el interés de la nación, es el principal activo del Pacto por México; su mayor contribución histórica: la simiente de una nueva cultura democrática, de confianza, transparencia, civilidad y tolerancia, ya no de recelo, opacidad, descalificación e intransigencia.

Una nueva cultura política que, sin renunciar a las naturales y necesarias diferencias ideológicas y programáticas de los actores que representan la pluralidad que es México, el gobierno y los partidos con mayor presencia electoral y parlamentaria, ha puesto por primera vez a los intereses nacionales por delante.

Una nueva cultura de civilidad, acuerdo y tolerancia, que tiene mucho camino por recorrer para consolidarse, pues los consensos hasta ahora forjados han dibujado las líneas fundamentales por dónde debe transitar el país en este entorno mundial de apertura y competencia intensa, pero tiene que cubrir todavía importantes tramos de política constructiva, siempre con visión de largo plazo, para poder corresponder a las expectativas crecientes y los legítimos anhelos de la sociedad mexicana.

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