Reforma para acotar el Fuero Constitucional

Una de las demandas más sentidas de la sociedad mexicana, y de más amplio consenso, ha sido siempre la eliminación de los fueros y los privilegios, especialmente en la administración de justicia. Los mexicanos lo ven, con sobrada razón, como una reminiscencia oprobiosa e injustificada de la sociedad de castas en lo social y de abusos en lo político que privaron flagrantemente hasta la primera mitad del siglo XIX, antes de la reforma liberal juarista, pero que se prolongaron con sus modalidades hasta nuestro tiempo.

Por eso no es casual que uno de los compromisos del Pacto por México sea justamente, en su punto 92, redefinir el fuero constitucional para altos funcionarios de los tres poderes del Estado, y darle su sentido original: la protección de las instituciones republicanas, salvaguardarlas de un eventual golpe autoritario, no alimentar la impunidad de quien detenta un cargo público.

El sentido genuino de la figura del fuero está contenido en la Constitución de Apatzingán de 1814, redactada con el pensamiento y el impulso de José María Morelos y Pavón, caudillo insurgente que siguió la lucha independentista de Miguel Hidalgo y Costilla; en esa Constitución se preserva la libertad de opinión en tribuna para los legisladores federales y se enuncian y delimitan los delitos por los cuales pueden ser sujetos a proceso. Paulatinamente, en legislaciones subsecuentes, la protección del fuero se fue extendiendo a servidores públicos del poder Ejecutivo y del poder Judicial y, los últimos años, incluso para algunos titulares de órganos autónomos del Estado.

Sin embargo, la figura del fuero fue degenerando, fue perdiendo su sentido republicano al paso de los años, se fue diluyendo el objetivo de garantizar la autonomía del poder Legislativo frente al poder Ejecutivo, para convertirse en un manto de impunidad para los altos funcionarios públicos, oficializando jurídicamente un país con ciudadanos de primera y de segunda. Una administración de justicia con criterios diferenciados para unos mexicanos y para otros, según tengan o carezcan de un alto cargo público.

De ser una legítima herramienta jurídica para garantizar el equilibrio y la funcionalidad de los poderes de la República, el fuero devino en un privilegio injustificado para un sector de la burocracia, el de los altos funcionarios, y en una razón para la indignación colectiva del resto de los mexicanos.

De paso, dañando severamente la credibilidad de las instituciones públicas y del propio ejercicio de la política. Fuero constitucional fue equiparado, en los hechos, no a inmunidad sino a impunidad.

De ahí la pertinencia de las reformas a los artículos 61, 111, 112 y 114 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en materia de inmunidad para servidores públicos.

En la modificación al Artículo 111 constitucional se establece que el proceso penal no será interrumpido y una vez que haya sentencia condenatoria el servidor público perderá el fuero y el cargo, para que sea puesto a disposición de las autoridades.

En esta categoría entran los legisladores federales, los secretarios del gabinete presidencial, los consejeros y magistrados electorales, los ministros de la SCJN y miembros del Consejo de la Judicatura Federal, los diputados locales del DF, el Jefe de Gobierno del DF, el Procurador General de la República y el Procurador de Justicia del DF.

En la reforma se establece la salvedad de la figura de "inmunidad constitucional" para proteger a diputados y senadores, quienes serán inviolables por las opiniones que manifiesten durante el tiempo en que desempeñen sus cargos y jamás podrán ser reconvenidos, procesados ni juzgados por ellas, tal como establecía la Constitución de Apatzingán y como corresponde al espíritu genuino de esta figura republicana.

De esta manera, con la nueva ingeniería constitucional ahora cualquier servidor público de los tres poderes del Estado y de los órganos autónomos podrá ser sujeto de una averiguación previa y de un proceso judicial si hay la presunción de que cometió un delito. Es decir que, a diferencia del pasado inmediato, el ejercicio de la acción penal no quedará suspendido, esperando a que el legislador o el alto funcionario concluyan su mandato o su encargo. La inmunidad sólo les garantizará a los altos funcionarios continuar en sus cargos y funciones constitucionales mientras concluye el proceso y se dicta sentencia definitiva.

El nuevo esquema garantiza la continuidad en el desempeño de las funciones de los órganos esenciales del Estado mexicano, mientras se lleva a cabo sin restricciones el procedimiento judicial, que debe culminar en condena o absolución, como con cualquier ciudadano.

La inmunidad no está diseñada para otorgar impunidad, sino para evitar escenarios donde a través de actos arbitrarios se tomen represalias políticas contra algún servidor público o que algunas autoridades logren impedir el normal funcionamiento de las instituciones más importantes de la República. La protección constitucional es pues ahora, como debe ser, a las instituciones no a los titulares, a las funciones no a las personas.

En el caso del presidente de la República la legislación no fue reformada en lo esencial, por lo que el procedimiento para retirarle la inmunidad y sujetarlo a un proceso penal sigue siendo más complejo y sólo podrá darse por violaciones graves a la Constitución, como en la mayoría de las democracias modernas, para preservar la estabilidad del Estado mexicano y no poner en riesgo, por eventuales maniobras políticas, la gobernabilidad del país.

Es decir, la inmunidad sólo se le retirará al titular del poder Ejecutivo, a partir de que la Cámara de Diputados actúe como instructora ante la Cámara de Senadores, la cual resolverá en definitiva dentro de los 10 días hábiles a partir de que reciba la instrucción de la primera Cámara. La votación condenatoria del Senado tendrá que ser de dos tercios de sus miembros presentes; a diferencia de la legislación anterior para retirarle la inmunidad se requerirá, además, la sentencia condenatoria de un juez.

De esta manera, se ha dado respuesta no sólo a un compromiso del Pacto por México, sino a un reclamo añejo de la sociedad mexicana: no a los fueros y los privilegios.

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