Introducción

Analizar el acontecer político nacional ha sido una inquietud permanente de mi vida desde que llegué a la capital del país y logré inscribirme en la Escuela Nacional Preparatoria Número 5 de la UNAM, proveniente de Ciudad Ixtepec, Oaxaca, en el Istmo de Tehuantepec, región de ubicación estratégica, cintura del continente, tierra de hombres y mujeres críticos, demandantes de resultados de las distintas esferas del poder público desde los tiempos del Porfiriato, y aún antes, desde la época del esplendor zapoteca y su vocación insurgente, una actitud de exigencia cívica que se ha prolongado hasta nuestro tiempo.

Soy nieto de migrantes, tercera generación. Mi cuna es la migración, al igual que cientos de miles de connacionales cuyos ascendientes encontraron en un país hospitalario y abierto, nuestro México, una alternativa nueva de vida, y como millones de seres humanos más que han tenido que desplazarse a otros continentes, perseguidos por la intolerancia religiosa y el fundamentalismo ideológico en muchos casos, alentados por el ánimo de superación en otros, el espíritu itinerante y nómada también, llevando sus conceptos civilizatorios y su cultura de origen para decantar en el esplendor diverso, sincrético y dialéctico que es hoy el mundo entero.

Mis abuelos como muchos coetáneos más, de filiación católica en una tierra en que su credo era minoritario y objeto de persecución religiosa, tanto de Europa como de Asia central y meridional, tuvieron que emigrar a América, en su sentido genuino, Continente Americano, muchos de ellos después del cobijo temporal y fraternal de Roma. Así llegaron a Brasil, Argentina, Uruguay, Venezuela, Centroamérica, Estados Unidos y por supuesto México; mis ascendientes específicamente, desde los primeros años de la centuria 1900 arribaron al Istmo oaxaqueño, como otros coterráneos lo hicieron al Istmo veracruzano y al Istmo chiapaneco.

Mis padres y mis abuelos, emprendedores por igual, forjaron con su trabajo cotidiano a través de los días, los meses y los años, un capital que nos legaron a sus descendientes, con la observación sin embargo, reiterativa, de que era más importante la formación humanística y profesional, la educación familiar y formal, para abrirse una ruta de certidumbre en los azares que implica la existencia en sí misma. Ser abogado, médico, ingeniero, arquitecto, insistían, era el mejor legado. El conocimiento era el mejor instrumento de superación personal y de servicio a México. Para mí, fue la principal lección de vida.

Pertenezco a una generación que veía ya distante la llama que por muchos años iluminó y trazó la ruta del futuro de la nación, la Revolución Mexicana, la generación que estaba por acceder o apenas había alcanzado la edad ciudadana, cuando el modelo de desarrollo económico y las pautas de la política oficial ya no generaban confianza, y mucho menos entusiasmo, en las emergentes clases medias urbanas y en un campo mexicano deteriorado.

Tan pronto llegué a la Ciudad de México para continuar mis estudios de bachillerato, pude percatarme de que nuevos vientos soplaban en el país y ya nada frenaría el cambio. Sólo había que darle rumbo. De hecho, en las principales ciudades del mundo, París, Berlín, Praga y no sólo en México, un fuerte movimiento de protesta encabezado por jóvenes estudiantes sacudía a los gobiernos, democráticos o no, a grado tal que algunos filósofos como Herbert Marcuse, miembro de la escuela de Frankfurt, de origen marxista, llegaron a pensar y a postular que los estudiantes eran la vanguardia social de la segunda mitad del siglo XX, los nuevos protagonistas de la construcción del sistema socialista.

El movimiento estudiantil, decía el pensador en su ensayo denominado Necesidad, Libertad y Sujeto Revolucionario, muy leído en esos tiempos, “es algo más que un movimiento aislado; es, más bien, una fuerza social capaz quizás (y él esperaba que así fuera) de articular y desarrollar las necesidades y aspiraciones de las masas explotadas en los países capitalistas”.

En lo personal, por provenir de una región del país muy politizada y llegar a la Ciudad de México en tiempos de especial efervescencia, tuve inquietudes políticas desde muy joven, pues observaba esta realidad de autoritarismo asfixiante y falta de democracia en todos los espacios, en la escuela, en la calle y en la arena propiamente político-electoral.

Poco después de ingresar a la Preparatoria 5 de la máxima institución de estudios superiores de México fui representante ante el Consejo Estudiantil Universitario, CEU, en el movimiento de protesta estudiantil a favor del pase automático y una reforma educativa con orientación democrática, que precedió a la gran convulsión política que significó el movimiento estudiantil de 1968, la primera amenaza al autoritarismo estatal que finalmente abriría amplios espacios de libertad pública y de participación política a los mexicanos. Un movimiento que era parte también, decía, de una protesta estudiantil mundial: los jóvenes de la capital mexicana como los de otras grandes ciudades hacían eco de la frase libertaria emitida desde París: “¡prohibido prohibir!”.

Apreciaba en lo personal, eso sí, el esfuerzo del proyecto nacional de llevar las semillas del conocimiento a las zonas rurales, como las de Oaxaca, Guerrero, Michoacán y Chiapas, y los instrumentos de emancipación a las grandes ciudades, como la capital del país, a través de una educación limitada en sus recursos, pero con una mística de servicio a toda prueba.

Eso no me impedía, sin embargo, constatar y vivir las inercias de un sistema político anquilosado y rígido, un autoritarismo paternalista que ya no podía satisfacer las expectativas de una sociedad emergente, sobre todo en sus estratos medios, que quería ser parte de las decisiones públicas y no simple objeto de las políticas clientelares. Una sociedad que exigía derecho pleno de ciudadanía.

Una sociedad crecientemente escolarizada emergida del propio seno de la Revolución Mexicana, que ya no se conformaba con ser beneficiaria de los bienes públicos de un Estado tutor, piramidal y paternalista, como lo observó agudamente Octavio Paz a lo largo de sus reflexiones sobre la naturaleza del Estado mexicano, especialmente en su ensayo “el ogro filantrópico”, sino exigía ahora civismo activo, participación política, construcción de su propio destino.

Del verticalismo autoritario y patrimonialista muchos jóvenes de mi generación queríamos pasar a una cultura horizontal y participativa. No se hablaba de un modelo ideológico específico como el socialismo, en cualquiera de sus expresiones, ni de otros sistemas elaborados y en boga durante gran parte del siglo XX, como algunas reminiscencias del fascismo o alguna modalidad de liberalismo. Pero todos exigían vigencia real de sus garantías individuales y sus derechos civiles, respeto a nuestra persona, especialmente de parte de la clase política y la burocracia gobernante, entonces virtualmente monolíticas, con una sola escalera de acceso al poder público: el Partido Revolucionario Institucional, PRI.

Por eso en el movimiento estudiantil que sacudió al país las pancartas que portaban los manifestantes consignaban primordialmente la exigencia a la autoridad de ser simplemente vistos, oídos y atendidos. Libertades públicas y derechos ciudadanos, ante todo.

Democracia participativa era la síntesis de lo que planteaban durante los movimientos de los sesenta aquellos jóvenes estudiantes de las instituciones de educación media superior y escuelas de educación superior en el corazón del país, la Ciudad de México, y en algunas poblaciones periféricas.

De ahí viene mi sentido crítico y mi apuesta permanente por las bondades de la democracia con todos sus defectos, mi exigencia permanente de espacios de deliberación y de participación para todas las voces del mosaico plural que es México. Antes que el ejercicio unilateral de la fuerza, y aún antes que las decisiones verticales de Estado, así sean éstas pacíficas y urbanas, e incluso bien intencionadas, debe estar el derecho de los gobernados a ser escuchados y a ser atendidos como sujetos activos, como ciudadanos.

Siempre he pensado que en la democracia deben gobernar las mayorías, pero estas mayorías pueden ser construidas con la suma de aportaciones de minorías con sentido cívico y propositivo. En todo caso, la razón de Estado no puede pasar por alto la libre manifestación de los disensos, siempre que las voces discordantes se expresen en las amplias avenidas del estado de derecho.

Esa exigencia de libertad cívica y participación política flotaba en la atmósfera de aquellos años. Las élites del sistema político mexicano comprendieron la década siguiente, los setenta, la necesidad de abrirlo para oxigenarlo y tratar de legitimarlo. Había que pasar de la llamada legitimidad revolucionaria, la que tenía como fuente de poder y justificación a un movimiento social, la Revolución de 1910, a la legitimidad democrática, el apoyo ganado o perdido periódicamente, no a perpetuidad, en elecciones abiertas y competitivas. Más tarde, luego de sucesivas reformas electorales, también elecciones equitativas.

El gobierno de esa época, con funcionarios formados con los mismos criterios verticales y paternalistas con que se administró el poder en todos los periodos sexenales posteriores a la Revolución, vio sin embargo esta realidad de cambios en la superficie social y en las profundidades de una naciente conciencia ciudadana y por eso se habló desde los setenta de apertura democrática, un concepto inédito entonces en un sistema con una sola pista para hacer política, los estrechos espacios de lo que se llamaba coloquialmente familia revolucionaria.

Con esta percepción, se impulsó un cambio generacional en algunas áreas del gobierno y del congreso y se auspició la realización de las primeras reuniones de análisis y debate, así fuera en círculos discretos, para abrir el sistema político mexicano a otras expresiones ideológicas, sin que se llegara a hablar todavía propiamente de una reforma electoral, en términos puntuales y precisos.

Como uno de los primeros pasos hacia la trascendental reforma política de 1977, que cristalizaría en la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LOPPE), organicé un primer encuentro de connotados luchadores sociales, líderes históricos de la izquierda mexicana por igual, con el presidente Luis Echeverría en su último año de gobierno, en aras de pavimentar la ruta hacia la legalización del Partido Comunista Mexicano (PCM): Valentín Campa, Arnoldo Martínez Verdugo, Gilberto Rincón Gallardo, acompañados de intelectuales como Enrique Semo y otras figuras.

En esa reunión de análisis profundo de la realidad nacional que propicié, en donde ya se comenzó a hablar de una reforma al sistema de representación en las cámaras legislativas, el embrión de la reforma política del sexenio posterior, se acordó continuar las conversaciones para ampliar y ensanchar los márgenes de una democracia entonces cerrada y monolítica; el siguiente paso fue hacer partícipe al entonces presidente electo José López Portillo de este proyecto con visión de futuro.

De esta manera, se acordó que ya como presidente en funciones impulsaría una reforma electoral que le daría legalidad a ese partido histórico, el Partido Comunista Mexicano; instruyó al secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, coordinar los trabajos que desembocaron en la reforma política de 1977, como me permitiré explicar con detalle más adelante.

Sólo señalo, por ahora, que de ese proceso de profundización de la democracia mexicana surgieron tres partidos con registro legal, el Partido Comunista Mexicano, con Arnoldo Martínez Verdugo como dirigente, y donde ya figuraban entre otros Gilberto Rincón Gallardo, Manuel Terrazas y Pablo Gómez; el Partido Socialista de los Trabajadores, con militantes como Rafael Aguilar Talamantes, Jesús Ortega, Carlos Navarrete, Pedro Etienne, Graco Ramírez y Rafael Fernández Tomás, entre otros; es importante consignar que también se dieron encuentros de militantes de este partido con los presidentes Luis Echeverría y José López Portillo; por la derecha, el Partido Demócrata Mexicano, de origen sinarquista, con Gumersindo Magaña, Ignacio González Gollaz y Víctor Atilano Gómez, entre otros.

De esa fecha, y aún antes, a nuestro tiempo los mexicanos hemos participado de una larga y extenuante marcha de conquistas paulatinas, de vencimiento de recelos y desconfianza mutua, de acuerdos graduales entre distintos actores hasta llegar a la democracia de partidos del siglo XXI, un sistema que apenas ahora comienza a constituirse en una democracia de resultados.

Habría que consignar en esa historia de apertura y conquista de espacios de libertad y democracia que hoy tiene el país, en el origen, a Manuel Gómez Morín y a Vicente Lombardo Toledano, miembros ambos del “Grupo de los Siete Sabios”; el primero, de filiación liberal, encabezó el Banco de México, fue rector de la UNAM y fundador del PAN, y el segundo, de filiación marxista-leninista, fue secretario general de la CTM, la mayor central de trabajadores, fundador de la Universidad Obrera e impulsor y fundador del PPS, un referente histórico de la izquierda.

Destaca, ya en la década de los ochenta y años posteriores, el esfuerzo en favor de la democracia de Cuauhtémoc Cárdenas, candidato presidencial de la izquierda, así como de Heberto Castillo, destacado luchador social fundador del PMT; Porfirio Muñoz Ledo, dirigente nacional del PRI y del PRD; de manera particular, el papel determinante de Andrés Manuel López Obrador, candidato presidencial de la izquierda; en otra vertiente ideológica, la aportación indiscutible de Manuel Clouthier, también candidato presidencial; de Carlos Castillo Peraza, intelectual comprometido con la democracia, Diego Fernández de Cevallos, candidato presidencial, y don Luis H. Álvarez, hombre de convicciones firmes y resultados concretos a favor del desarrollo democrático de México, entre otros.

Pasaron décadas para ver y reivindicar a la política como un espacio legítimo de sumatoria de iniciativas plurales, a partir de una elevada concepción de Estado, transexenal y superior a la llana y perentoria disputa del poder político, núcleo de este libro. Para pasar de la democracia electoral a la democracia eficaz, al menos en la voluntad y la capacidad de articular y procesar acuerdos.

Pero era claro desde los setenta que la política providencial y patrimonialista, sin un sistema genuino de partidos y sin una participación ciudadana efectiva, se había agotado. El bono de legitimidad de la Revolución Mexicana ya no era suficiente para justificar el ejercicio del poder por un solo partido e incluso, en las altas esferas de decisión, por un solo grupo, el afín al poder unipersonal y metaconstitucional en turno, el grupo compacto del presidente de la República.

Desde 1974, ya como diputado federal, me tocó ser parte de esta apertura a nuevas voces en el ejercicio de la política activa. Varios jóvenes más, en cámaras legislativas, partidos políticos y cátedras universitarias, tenían esta misma mística de participación, civilidad y democracia, como Jesús Ortega, Santiago Creel, Manuel Camacho, Pablo Gómez, Adolfo Aguilar Zínser, Ricardo Monreal, Juan Guerra, Jaime Martínez Veloz, Alberto Anaya, entre otros. Ya no más verticalismo político, pernicioso en cualquiera de sus modalidades.

Fue un ambiente de apertura, donde tuvimos la oportunidad de convivir e interactuar con muchos jóvenes de distintas ideologías, desde los que venían de la insurgencia clandestina, hasta los que sin provenir de pasados azarosos y oposición radical al régimen, querían simplemente un país de ciudadanos activos, no de clientelas pasivas y mucho menos de súbditos menesterosos del poder público.

Tolerar la diversidad cultural y política, respetar las diferencias ideológicas, fue una actitud muy natural para los que tuvimos la fortuna de irrumpir en la política activa después de los infaustos acontecimientos de cierre del sexenio anterior, cuando el deseo de participación ciudadana se topó con un grueso muro de intolerancia gubernamental.

Algunos jóvenes desencantados por un sistema que no dejaba espacio alguno para las ideologías ajenas a la oficial se fueron a movimientos rurales insurgentes o a la lucha urbana por medios no institucionales ni pacíficos. Me refiero al movimiento de Genaro Vásquez y más tarde de Lucio Cabañas, en las montañas del Sur; a la “Liga Comunista 23 de septiembre”, al Movimiento Armado Revolucionario (MAR) y, años después, al EPR, el ERPI y el EZLN, con su comandancia indígena y el liderazgo del “Subcomandante Marcos”; personajes y movimientos, todos ellos, que sin duda contribuyeron en distintas etapas a la apertura y la democratización del sistema político mexicano.

La mayoría de las voces inconformes, demandantes de libertad política, siguió luchando por abrir las puertas de ese sistema apoltronado y rígido desde la cátedra, el periodismo y el parlamentarismo.

Varios de esos mismos jóvenes, ahora cuadros maduros, continuamos conversando y debatiendo a través de los años, y luego los sexenios, en reuniones informales, en instituciones de educación superior, en cámaras legislativas y en foros de la sociedad civil.

Eran militancias diferentes con un anhelo común: construir un país de libertades públicas, de democracia participativa, de crecimiento económico, de solidaridad social, de mínimos de bienestar, de equilibrio regional. Un país sin inequidades políticas insultantes y sin desigualdades sociales abismales.

Unos en el Partido Revolucionario Institucional (PRI), otros en el Partido Comunista Mexicano (PCM), que experimentó varias transformaciones hasta desembocar en el Partido de la Revolución Democrática (PRD), otros en el Partido Socialista de los Trabajadores (PST), cuyos cuadros principales terminaron también convergiendo en el PRD, otros en el Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT), que después una parte iría al PRD, otra al PT, al PVEM y al Partido Convergencia, y aún algunos más en el Partido Acción Nacional (PAN), pero todos pugnando por un país diferente al que tuvimos cuando recién accedíamos a la edad ciudadana, un país democrático.

No fue extraordinario que en el año 2012, antes de los comicios presidenciales del primero de julio, algunos de esos amigos nos volviéramos a reunir para retomar esos diálogos de juventud y se sembrara la simiente de un acuerdo nacional amplio y con visión de futuro, mirando por el bienestar de las siguientes generaciones y no por el resultado de las próximas elecciones, parafraseando al historiador James Freeman Clarke, para impulsar una agenda de servicio no a los intereses de los partidos políticos y las aspiraciones de las burocracias dirigentes, sino para promover los derechos, los anhelos y los reclamos de las y los mexicanos, la base de la pirámide social.

Sólo señalo ahora, lo que profundizaré en el cuerpo del libro, que ese prolongado proceso de apertura democrática primero, de construcción de acuerdos después, que decantó en lo que hoy se conoce como el Pacto por México, ha sido un esfuerzo plural, no exento de dificultades, resistencias y cuestionamientos de algunos actores, críticas que hay que respetar, pero que hoy arroja un balance positivo a la luz de las múltiples y profundas reformas, constitucionales y legales, que han podido procesarse, la mayoría con el voto de las tres principales fuerzas políticas.

De lo que se trataba era de actualizar y compatibilizar el andamiaje jurídico e institucional de México, su ingeniería constitucional y legal, con el de las democracias más avanzadas para crear, con resultados en el corto, en el mediano y en el largo plazo, las bases para un país con crecimiento sostenido, justicia distributiva, estado de derecho, seguridad pública, transparencia administrativa y, en general, calidad del gobierno.

Los primeros acercamientos para un cambio consensuado y de fondo en el país se iniciaron desde las campañas presidenciales, con pláticas informales entre actores de distintas ideologías como Jesús Ortega, Santiago Creel, quien redacta estas líneas y, durante una etapa, Ricardo Monreal. Se analizaron y contrastaron las plataformas de gobierno de Enrique Peña Nieto, de Andrés Manuel López Obrador y de la candidata presidencial del PAN, Josefina Vásquez Mota.

El objetivo compartido era que ganara quien ganara se pudiera elaborar, y después debatir y aterrizar por los órganos constitucionales, una agenda de reformas que exigía no un partido ni un candidato sino el país entero, luego de años de parálisis legislativa en temas sustantivos, de fondo. Posteriormente Ricardo Monreal, con argumentos que respeto, decidió no continuar en este esfuerzo plural. También tuve la oportunidad de reunirme con Alberto Anaya, dirigente del Partido del Trabajo (PT), y Luis Walton,dirigente del Partido Convergencia por la Democracia (PCD), hoy Movimiento Ciudadano (MC), quienes me hicieron saber su postura, igualmente respetable, de no participar.

Hubo temas en donde desde el principio no hubo consenso entre quienes decidieron apoyar el espíritu, la idea y el contenido del Pacto por México, como la reforma energética donde ya era previsible el voto adverso del PRD, pero se decidió impulsar una ambiciosa agenda de casi un centenar de compromisos donde sí había acuerdo en lo fundamental.

De las reuniones informales se pasó a las negociaciones con un formato y una ruta definida una vez que pasó la jornada electoral y el presidente triunfante, luego presidente electo, encabezó el esfuerzo plural por una reforma profunda. El articulador de los consensos para trazar ese horizonte de largo plazo, esa agenda para modernizar leyes e instituciones, fue el presidente Enrique Peña Nieto.

Había que transformar de fondo la realidad del país y no sólo administrar las contingencias del poder dijo desde su campaña política. Eso explica que haya impulsado desde el principio, en un esquema de concertación política y no de verticalismo autoritario, reformas estructurales y cambios refundacionales.

También se requirió de una visión de altura, una visión republicana de los dirigentes de los tres principales partidos políticos, especialmente Gustavo Madero, del PAN, y Jesús Zambrano, del PRD, para hace posibles los acuerdos del Pacto por México, así como un Congreso deliberativo y crítico, a la altura de su responsabilidad histórica, tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado de la República.

El Pacto por México es el mayor instrumento de concertación política de la época moderna, luego de que cualquier esfuerzo de reforma estructural era sistemáticamente frenado por las fuerzas opositoras, al priorizar sus programas de partido sobre las necesidades nacionales. Fue una parálisis legislativa que se tradujo en un estancamiento económico y en un creciente desencanto ciudadano con los frutos limitados de una democracia que no tocaba las fibras de sus problemas más sensibles.

Lo más que se había logrado en el pasado, en esfuerzos de diálogo y consenso, eran acuerdos de sectores productivos con el gobierno para contener la inflación y tratar de mitigar los efectos de las crisis sexenales. Después hubo algunos acuerdos entre las dirigencias partidistas, generalmente del PRI y del PAN, pero siempre con agendas reducidas a una o dos reformas, y no propiamente estructurales.

El Pacto por México, en cambio, es el primer instrumento de acuerdo de voluntades que cubre el centro, la izquierda y la derecha del espectro ideológico de un país plural y diverso como es el nuestro, un país con más desencuentros que convergencias de su clase política los últimos 15 años, cuando iniciaron los gobiernos divididos, es decir, cuando ninguna fuerza política tuvo los votos suficientes en las cámaras legislativas para aprobar por sí sola leyes secundarias, ya no digamos para procesar reformas constitucionales.

Sólo un pacto integral, que comprendiera los puntos más sensibles que preocupan a los mexicanos, podía impulsar las reformas que el país necesitaba, y ese pacto sólo podía concretarse por líderes políticos dispuestos a anteponer los intereses nacionales a sus agendas personales y partidistas.

Es importante dejar asentado de entrada que el Consejo Rector del Pacto por México se concibió claramente como una instancia política de construcción de acuerdos, pero no como un sucedáneo del Congreso de la Unión, el único órgano constitucionalmente competente para crear y reformar las leyes. En el seno del Pacto se elaboró la relación de compromisos de las principales fuerzas políticas y en las cámaras legislativas, luego de prolongados y muchas veces encendidos debates, se les dio respuesta y contenido específico.

Esta es una investigación que no pretende ser exhaustiva sobre los avatares de la democracia mexicana, desde la apertura política propiciada por la LOPPE hasta la gestación y la construcción del Pacto por México.

Es una modesta contribución al debate de lo que puede y debe ser un país con la potencialidad de México, con recursos naturales inmensos pero sobre todo con una población cada vez más escolarizada, crítica y ciudadanizada, un país que tiene derecho a una clase política diferente, una que en su pluralidad trascienda en definitiva cálculos cortoplacistas, para que la democracia rinda frutos a los depositarios originales de la soberanía, los ciudadanos.

Es un análisis que destaca los avances que significaron las reformas constitucionales y legales auspiciadas por el Pacto por México, pero que no niega ni subestima las graves asignaturas pendientes, especialmente la indispensable reforma de justicia y seguridad pública, y las acciones eficaces de gobierno que la aterricen, para terminar con la ausencia de estado de derecho en amplias franjas del país, la pérdida de soberanía territorial ante el crimen organizado, una reminiscencia del sexenio anterior que no ha sido superada. El Estado nacional, en sus tres órdenes de gobierno, tiene que garantizar la seguridad de personas, familias y bienes, un verdadero clamor popular, un reclamo vehemente a la autoridad, en hogares, calles y plazas públicas. Ese es justamente la razón de ser del Estado: hacer que prevalezca el imperio de la ley.

Esto implica revisar el andamiaje institucional y operativo de las instancias de procuración y administración de justicia, así como los cuerpos policiacos, en una coordinación horizontal y vertical, federación, estados y municipios. Sólo así podrá garantizarse el respeto al derecho ajeno a que llamaba el liberal Don Benito Juárez como premisa de una convivencia pacífica y civilizada.

Faltan también reformas trascendentales como la reforma del Estado, la reforma política del Distrito Federal, la reforma del campo, la reforma indígena, la reforma para dignificar el salario mínimo, la reforma para el equilibrio regional, la reforma minera, la reforma del cambio climático y el desarrollo sustentable. Hacen falta también políticas públicas que le den viabilidad y contenido a las reformas, los instrumentos operativos para que las normas alcancen sus objetivos.

Para facilitar la lectura, el documento está redactado de manera fluida e ininterrumpida, reconociendo paso a paso los créditos de los analistas, líderes de opinión e instituciones prestigiadas en el monitoreo de los indicadores económicos y sociales, relación de fuentes que aparece al final, y señalando también de manera directa las contribuciones de los actores políticos en las distintas etapas de la accidentada e intermitente evolución de la democracia mexicana.

Quiero dejar constancia de que las deficiencias, fallas y omisiones en que pude haber incurrido en la redacción del texto no fueron con el ánimo de restar mérito a nadie, sino imprecisiones involuntarias.

José Murat Octubre del 2014

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