Reseña histórica

La mayoría de historiadores y analistas acreditados coincide en que México tiene un pasado cultural majestuoso, pero también concuerda en que sus raíces de un lado y de otro, su genealogía diversa, no lo predispusieron para una sana y sólida vida democrática, una vez consumada su independencia política del imperio español. Más bien sus antecedentes lo perfilaban, como ocurrió durante gran parte de la historia nacional, hacia una nación cerrada, escéptica y pasiva, de gobiernos centralistas, autoritarios y patrimonialistas.

Sin embargo, ni origen ni infancia son destino en la vida de los pueblos. La democracia es una construcción cultural que los mexicanos finalmente hemos podido edificar, y recientemente consolidar, un andamiaje institucional para permitir la transmisión pacífica, regular y urbana del poder. Hoy México cuenta con órganos electorales, sobre todo en el ámbito federal, que son incluso modelo para otras naciones. Hoy, además, se ha iniciado una nueva etapa de construcción de acuerdos y reforma estructural de las instituciones, para hacer productiva la democracia representativa.

Pero se trata, en todo caso, de un parto con dolor, de un proceso complicado por las precarias credenciales democráticas con que el país surgió al mundo. De una parte la cultura mesoamericana, especialmente azteca, llamaba a México hacia un Estado autocrático y vertical, como el que representó y encabezó en su momento su tlatoani-rey; y de la otra, la estirpe española lo empujaba hacia el autoritarismo, el patrimonialismo y el pensamiento único, con una religión de Estado, una tradición de vasallaje, y una ausencia de frontera clara entre las facultades de la autoridad terrenal y las potestades del poder clerical. Nada que significara pluralismo, tolerancia, laicidad y ciudadanía.

Los mexicanos, como observó Carlos Fuentes en “El Espejo Enterrado”, no somos ni siquiera en la vertiente española hijos del Renacimiento, la Reforma y la Ilustración, como sí lo son los países sajones y algunos países de cultura latina como Francia e Italia. Somos hijos de la tradición, la contrarreforma y el oscurantismo. El verticalismo autoritario que se prolongó por tres siglos de conquista española, 1521 a 1821, y por casi dos siglos más, hasta la construcción de una democracia competitiva y abierta fundada en un auténtico sistema de partidos, ese verticalismo tiene raíces muy claras y profundas, y no tiene mucho que ver con alguna fuerza política en particular.

La Independencia de México por eso dio paso a un Estado nacional débil y vacilante, sin tradición democrática, y a una sociedad tutelada que apenas se reconocía tímidamente como nación soberana, muy lejos de que se viera a sí misma como protagonista de su propio destino. No extraña que, como observa el historiador Luis Villoro, en su obra “El proceso ideológico de la Revolución de Independencia”, al principio la máxima aspiración de este movimiento, en lo relativo a la participación de los criollos, fuera resguardar la soberanía del rey Fernando VII mientras era físicamente liberado y cesaba la invasión de José Bonaparte a la península ibérica, para que reasumiera el mando.

México, pues, de origen no calificaba para la democracia ante la falta de un espíritu claro de ciudadanía y la carencia de un sentido genuino de soberanía popular. Pero lo primero era, al menos, cortar el cordón umbilical que nos ataba al imperio español y ya no simplemente, como al principio, retomar temporalmente la soberanía mientras la devolvían al rey.

El proceso de liberación comenzó con el primer pacto que se construyó en lo que hoy es nuestro país, por parte de Vicente Guerrero, jefe de las fuerzas insurgentes, y Agustín de Iturbide, comandante del Ejército Virreinal, pacto simbolizado por el célebre y mítico Brazo de Acatempan, el 10 de febrero de 1821 en la Sierra de lo que hoy es el estado de Guerrero, gesto histórico de reconciliación nacional y ruptura con la nación madre, del que se derivó, el 28 de septiembre de ese mismo año, la firma del acta de Independencia de México.

El pacto fue no sólo entre dos hombres, sino entre dos fuerzas sociales y entre dos grupos beligerantes, insurgentes y realistas, cada cual con su propia agenda, una social y la otra meramente política, pero ambos grupos con un común denominador: el deseo de romper el vínculo que ataba a México con la corona española, la llamada madre patria.

Las tres Constituciones Políticas de la historia nacional- si omitimos otras menos relevantes como la centralista de 1836- la federalista de 1824, una vez firmada la Independencia Nacional, la liberal de 1857, impulsada por la generación juarista de la Reforma, y sobre todo la social de 1917, síntesis del pensamiento de la Revolución Mexicana, constituyen acuerdos de algunos grupos o pactos de las corrientes políticas más importantes del momento, convenios explícitos o acuerdos implícitos, traducidos en nuevas legislaciones rectoras.

La Constitución Política que hoy rige la vida de los mexicanos, en particular, es un compendio de las banderas y las causas de todas las corrientes revolucionarias: los postulados democráticos de Francisco I. Madero, los reclamos agraristas de Emiliano Zapata y Francisco Villa, el Manifiesto del Partido Liberal y las propuestas obreristas de los hermanos Flores Magón, así como las concepciones progresistas y modernas de Venustiano Carranza y el Grupo Sonora.

Los representantes de todas las fuerzas revolucionarias en pugna finalmente conciliaron sus diferencias, suscribieron en los hechos un pacto político, para que emergiera un documento integral, la ley suprema de México, la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, provista del más amplio consenso político y con un marcado acento social.

Es una Constitución que, en lo esencial, conserva sus principios de origen, una amalgama de propuestas conjugadas por el congreso constituyente de 1917, y cuyos artículos más emblemáticos son: el Tercero, que establece el derecho de los mexicanos a una educación pública, laica y gratuita; el 27 y 28, sobre la propiedad original de la nación sobre sus recursos naturales, y una economía mixta impulsada por un Estado rector, en una concepción que hoy podríamos decir keynesiana; el artículo 123, sobre las relaciones laborales, con un capítulo de garantías y derechos sociales de los trabajadores muy avanzado para su tiempo, la segunda década del siglo XX; el artículo 130, sobre la relación de separación y respeto entre el Estado y las iglesias, dejando claro que el mexicano no es un Estado confesional pero tampoco jacobino, sino un Estado laico.

Esa Constitución ha sufrido múltiples reformas a través de tiempo, por el empeño de todos los partidos políticos, no solo del PRI, de llevar a la máxima ley del país las modificaciones y adiciones al andamiaje institucional con la pretensión de darle más significado, permanencia y fuerza a las reformas. Sin embargo, en lo fundamental el capítulo de garantías individuales y el capítulo de derechos sociales de la Constitución Política de México, fruto de aquel pacto de facciones revolucionarias, se mantienen vigentes.

Otro pacto, menos amplio y representativo de la diversidad del México emergido de la Revolución Mexicana que el anterior, fue el que terminó con la etapa en la que el ejercicio de la fuerza física y el uso de la violencia política eran el método para dirimir y definir la lucha por el poder: el que construyeron las facciones post revolucionarias al participar en la asamblea constitutiva del Partido Nacional Revolucionario, a instancias del presidente Plutarco Elías Calles.

De esta manera, como dijo el llamado jefe máximo de la Revolución, con la fundación del Partido Nacional Revolucionario (PNR), en 1929 “México transitó de un país de caudillos y de facciones a un país de instituciones y de leyes”, garantizándose desde entonces la trasmisión pacífica, puntual y urbana del poder, aunque sin alternancia política por más de siete décadas, es decir, sin que un partido distinto al PRI accediera a la Presidencia de la República y sin que este partido perdiera la mayoría absoluta de escaños en alguna de las dos cámaras del congreso federal.

Lo que conquistó el PNR para México al institucionalizar la lucha por el poder no fue un fruto menor, como observa el historiador y analista Enrique Krauze en su ensayo “Por una Democracia sin Adjetivos”:

“Con la Fundación del PNR Calles evitó la desunión de la cúspide revolucionaria, algo que ni Francia en 1792 ni la URSS en 1924 habían logrado, y sentó las bases para una transición pacífica y legítima del mando. La revolución mexicana no devoró a sus hijos, los integró”.

El PNR permutó a Partido de la Revolución Mexicana (PRM) en 1938, durante el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas, y luego a Partido Revolucionario Institucional (PRI) en 1946, el último año del gobierno del presidente Manuel Ávila Camacho, pero en lo esencial siguió siendo un gran pacto social al interior de la misma organización política, con una representación de los campesinos, de los obreros, de los sectores medios y populares y, por algunos años, en la breve etapa del PRM, de los militares.

Nadie puede negar, ni siquiera sus críticos más acérrimos, que el partido surgido de la Revolución Mexicana fue uno de los dos pilares, junto con un presidencialismo con amplias atribuciones jurídicas y no menores facultades metaconstitucionales (para usar la nomenclatura de Jorge Carpizo en su obra el presidencialismo mexicano) que sostuvieron por décadas al edificio del sistema político mexicano y con ello dieron estabilidad política al país y paz social a sus habitantes, como observa el citado analista Enrique Krauze, crítico ilustrado del sistema político y del PRI:

“Pocos países en el mundo pueden presumir de los beneficios del PRI: una larga estabilidad después de más de un siglo, casi ininterrumpido de revueltas y revoluciones, predictibilidad, y lo que es más sorprendente, circulación de cuadros.”

El ex rector de la UNAM y connotado sociólogo Pablo González Casanova, desde el ángulo de la izquierda y crítico también del sistema político mexicano, en su reconocida obra “El Estado y los Partidos Políticos en México” afirma igualmente que el PRI contribuyó a la institucionalización del ejercicio del poder político, desde su perspectiva ya de manera muy clara en el sexenio del presidente Manuel Ávila Camacho:

“El presidente ya no era un caudillo. Su autoridad suprema descansaba menos en lealtades personales y clientelas, que en una jerarquía civil, institucional y militar. Las instituciones de mando dependían menos de su arbitrio y personalidad que de las formaciones sociales articuladas en la administración pública, el ejército profesional, el partido, el poder legislativo y judicial, y el propio poder ejecutivo. El caudillismo se había convertido en presidencialismo”.

Al amparo del PRI se construyó un Estado nacional que era un edificio piramidal, sostenido por concesiones patrimonialistas, dosificadas según el peso específico de los grupos más exigentes y estridentes de la sociedad en la visión de los intelectuales Octavio Paz, liberal lúcido y fecundo, y Gabriel Zaid, crítico de las burocracias del poder, pero una construcción muy fuerte y estable que fusionaba al Estado con el gobierno y en algún grado al gobierno con el partido, y que se fue debilitando hasta que en el cierre del siglo y del milenio, el emblemático año 2000, el PRI perdió por primera vez la presidencia de la República.

Ahora bien, como apuntamos ya, no fueron menores los atributos de un sistema político que tenía al PRI y a un poder ejecutivo fuerte como columnas vertebrales. Mientras durante la mayor parte del siglo XX la mayoría de países de América Latina oscilaban entre los extremos de la dictadura y la anarquía, México mantuvo gobiernos civiles que se relevaban puntual y constitucionalmente sin mayores contratiempos ni significativas convulsiones sociales o políticas.

No podía hablarse, empero, de un sistema competitivo de partidos ni de una democracia genuina, pues la definición del candidato del PRI resolvía el enigma sobre el nombre del siguiente presidente de la República y ya sólo quedaba por develar, ya en funciones constitucionales, su “estilo personal de gobernar”, como decía don Daniel Cosío Villegas, el ideólogo liberal que junto con Octavio Paz mejor retrató al antiguo sistema político mexicano, el sistema previo a la democracia pluralista, un sistema vertical, corporativo y autoritario, a pesar de que al PRI y al gobierno emanado de su seno, conducidos siempre por políticos pragmáticos, nunca los inspiró una filosofía integrista y fundamentalista, caso de los países del bloque socialista y los países de corte fascista.

La nominación del candidato del PRI equivalía pues, en los hechos, a la elección del presidente de la República, previo refrendo protocolario en las urnas, hasta que luego de una sucesión de reformas electorales, la mayoría de amplio consenso, se abrió paso un sistema competitivo de partidos políticos, una democracia representativa con opción real de alternancia en el congreso y en el gobierno, en los parámetros de la democracia de Estados Unidos y de los países de Europa Occidental.

En lo económico, durante esa etapa de “partido prácticamente único”, México pasó de las políticas nacionalistas del presidente Lázaro Cárdenas, quien gobernó de 1934 a 1940 y cuyo acto más significativo fue la expropiación del petróleo de manos de compañías estadounidenses e inglesas, al desarrollo estabilizador, un modelo proteccionista de aliento a la industrialización nacional, de 1952 a 1970, modelo fundado en el estímulo al mercado interno y la sustitución de importaciones, que permitió satisfacer las demandas fundamentales de la población mexicana, en un entorno de estabilidad y crecimiento aunque no de justicia social, sin parangón en el resto del subcontinente.

Estos modelos de desarrollo, nacionalista con Lázaro Cárdenas y estabilizador en los gobiernos posteriores, están claramente explicados por Víctor Urquidi, ex director de El Colegio de México y ex director de la revista El Trimestre Económico, en su obra “El Desarrollo Económico de México”.

Nuestro país, lo decían los datos duros, los indicadores económicos, en lo que se llegó a conocer como “el milagro mexicano”, era el reflejo fiel de un país si no desarrollado sí estable en lo macroeconómico, así prevalecieran agudas desigualdades sociales y graves carencias en lo micro: había crecimiento económico sostenido, estabilidad de precios, y una tasa media de crecimiento anual del Producto Interno Bruto (PIB) de más del 6 por ciento; además de un incremento del PIB per cápita del 3.7 por ciento y una Inversión Fija Bruta por habitante con un aumento sostenido del 6 por ciento.

Sin embargo el país empezó a experimentar ya desde finales de los sesenta, en lo político, una exigencia creciente de libertades políticas y una demanda inaplazable de participación en los asuntos públicos, sobre todo de parte de sus sectores medios emergentes, sus jóvenes de las zonas urbanas, y de manera más específica, los que ya cursaban la educación media superior o estudios profesionales. Fue la irrupción de una antes desconocida conciencia ciudadana en la sociedad mexicana, con sus jóvenes como punta de lanza.

El movimiento estudiantil de 1968 fue la expresión más acabada, y más trágica desafortunadamente, de esa exigencia creciente de libertad y democracia, pues lo que los estudiantes demandaban era simplemente ser vistos, escuchados y tratados como interlocutores legítimos del poder público, el gobierno central primordialmente, como parte de una sociedad nueva y cada vez más escolarizada, sobre todo en las ciudades, una sociedad que ya no se conformaba con ser receptora pasiva de decisiones ajenas, verticales y autoritarias.

En lo económico, a partir de la década de los setenta la producción industrial llegó a su límite bajo el paradigma de la política de sustitución de importaciones y nuestro país entró en una espiral inflacionaria, por factores internos vinculados con el crecimiento del gasto público, y por factores externos, un entorno internacional de inestabilidad financiera, alimentado por la crisis de los energéticos y la recesión mundial provocados, en buen grado, por la elevación exponencial del precio del barril de petróleo impulsada por las potencias emergentes de Medio Oriente, aglutinadas en una OPEP ya consolidada.

Este entorno de crisis mundial y sus repercusiones en las economías periféricas durante toda la década de los setentas por una creciente globalización, lo retratan puntualmente Rolando Cordera y Carlos Tello en su libro “México, la disputa por la nación”:

“Esta integración no cancela el surgimiento de alternativas más o menos inéditas de gobiernos de emergencia que, incluso apoyados por una eventual desilusión obrera y frente a una agudización de la crisis, tratarán de abrir paso a la reordenación económica y social del capitalismo, recurriendo a los expedientes tradicionales del sacrificio absoluto de los salarios, el desempleo y aún la guerra. Pero esto no puede considerarse por ahora como el escenario más cercano, aun cuando elementos precipitaderos externos, como el agudo conflicto energético en el Medio Oriente, se han ido conjuntando de manera alarmante a medida que la crisis se prolonga.”

El cambio súbito de las reglas del mercado de los energéticos, hasta finales de los sesenta dominado por las grandes compañías petroleras trasnacionales, las llamadas 7 hermanas, un mercado ahora controlado por la OPEP, desquició por unos años la economía mundial, hasta que nuevamente se encontró el punto de equilibrio entre los grandes productores de hidrocarburos y los mayores consumidores, las naciones industrializadas, encabezadas por Estados Unidos. Ya había iniciado lo que hoy se conoce como una economía globalizada, pues lo que ocurría en un lado del mundo afectaba, para bien y para mal, a todos los países del orbe, fuertes y débiles, cercanos y lejanos.

El gobierno mexicano, por eso, tenía muy claro que el país y el mundo habían cambiado. Las mercancías fluían con mayor libertad de un punto del globo terráqueo a otro, pero también las ideas; ya ningún gobierno, fuera de los países del bloque socialista cada vez más debilitados, podía aducir que no permitía el ejercicio de las libertades públicas y la práctica de la democracia liberal, sólo porque “era una realidad local distinta”.

Se precisaba, en este entorno de cambios mundiales y de turbulencias nacionales, de una apertura democrática, una reforma que contuviera los afanes desestabilizadores de un sector de la derecha empresarial cada vez más beligerante y la necesidad de integración al círculo de la legalidad electoral y la vida republicana de amplios segmentos de la izquierda, después de la traumática experiencia del sexenio anterior, cuando la fuerza del Estado ahogó y golpeó las protestas estudiantiles y, a lo largo de esa misma administración federal, los deseos de participación de múltiples organizaciones sociales.

Esa necesidad creciente de incorporar a cada vez más actores al sistema político mexicano bajo reglas claras y públicas se percibió un sexenio después, y por eso el gobierno fue auspiciando un relevo generacional en el ejercicio del poder y una apertura democrática que ofreciera márgenes de participación a otras corrientes de pensamiento.

Fue así como tuve la oportunidad de ser uno de los primeros participantes informales de estos encuentros, entonces como diputado federal, a mediados de los setenta, un puente entre un gobierno que quería abrirse a las diversas expresiones ideológicas y grupos beligerantes, explicablemente recelosos y desconfiados, que poco a poco comenzaron a creer en las reglas de lo que ellos llamaban, al principio, “una simple democracia formal”, “una democracia burguesa”, una democracia incipiente surgida de una Revolución social que sacudió al país y cobró la vida, de manera directa o indirecta, de más de un millón de personas, entre fuego cruzado, hambre y enfermedades, a la que sin embargo no le concedían originalmente mayores créditos.

La reunión sostenida, que sin ánimo protagónico pude propiciar, entre el presidente Luis Echeverría, en los últimos meses de su gobierno, con los más acreditados, significativos e históricos militantes del Partido Comunista Mexicano, Valentín Campa, Arnoldo Martínez Verdugo y Gilberto Rincón Gallardo, acompañados del ideólogo Enrique Semo, resultó determinante a la postre para abrir el sistema político mexicano, el embrión de la reforma electoral del sexenio siguiente.

El Partido Comunista Mexicano que en un prolongado debate, no de meses sino de años, entre quienes se pronunciaban por la vía armada e insurreccional de lucha para alcanzar el poder e instaurar el socialismo y los que planteaban la fórmula democrática para arribar al mismo escenario, una réplica de lo que ocurría en el mundo, finalmente había optado por esta última ruta, gradual, pacífica y civilizada, la vía del voto.

En efecto, durante la década de los setenta en los círculos europeos afines al marxismo y al modelo socialista la disyuntiva era continuar los pasos del Partido Comunista de la Unión Soviética, el PCUS, que con otra denominación conquistó el poder por la vía armada en la Revolución de 1917, o dar el giro a la opción democrática, la vía del voto, con personajes como Willy Brandt, canciller alemán y presidente de la Internacional Socialista; Olof Palme, líder del Partido Socialdemócrata y primer ministro de Suecia; Francois Mitterrand, cuadro socialista de antigua militancia y que terminaría siendo presidente de Francia; George Marchais, secretario general del Partido Comunista Francés y que se integraría al gabinete de Mitterrand; Santiago Carrillo, dirigente del Partido Comunista Español y Felipe González, del PSOE, protagonistas ambos de los pactos de la Moncloa que dieron paso a la transición democrática española; Enrico Berlinguer, secretario general del Partido Comunista Italiano, discípulo ideológico de Antonio Gramsci.

En América Latina, también había dos escenarios de lucha política en el pensamiento socialista, por un lado el ejemplo del presidente cubano Fidel Castro y de Ernesto el “Che” Guevara, ícono de la lucha contra el imperialismo; y por el otro, la opción democrática, encabezada por el presidente chileno Salvador Allende, que ofrendó su vida en defensa de sus ideales libertarios y socialistas.

En ese debate ideológico, guerra de guerrillas o la vía pacífica del voto para acceder al poder, el Partido Comunista Mexicano que dirigía Arnoldo Martínez Verdugo optó por la fórmula pacífica y democrática y por eso accedió a participar en un diálogo, respetuoso de las innegables y profundas diferencias, con representantes del gobierno del presidente Luis Echeverría.

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